Si yo fuera un hombre, digamos un campesino, que hubiera estado desde junio mirando al cielo ansiando su dulce fruto, escribiría hoy, dos de Noviembre de 2014: Por fin llueve. Hoy, después de comer, ha empezado una dulce lluvia como una cortina que cubría el aire con su frescor abundante y fino, con su esperanza de agua dividida en gotas de un rocío esperado. Yo, hoy, por fin siento que la lluvia amansa mi cabeza un poco. Basta ya de tanto sol.
Y es que la lluvia trae descanso al alma de alguna manera y deja ya de reinar el sol que agita las cabezas con sus rayos enérgicos.
Ya era hora que desde el cielo cayera el agua benéfica para que se regara el campo, se empaparan las calles, se mojara hasta el rincón más polvoriento de la ciudad.
Y ya era hora de que se notara que estamos en otoño, no con veintisiete grados durante el día, veintisiete escandalosos grados que nos hacían agitarnos en nuestros entendimientos como locos de atar. A cada estación deséale su atmósfera.
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