Una enfermedad habita mi cerebro, volviéndolo extraño, ansioso, tendente a la depresión, descontrolado al día que amanece y a la tarde que tiende su mano al sol entre tinieblas. Me preocupa la guerra, pienso mucho en ella y mi cerebro agita sus líquidos dentro de mi cabeza para hacerme sentir desalentado como las flores que nacen para un día. Pandemia, sequía, guerra, crisis... Mi cerebro no acepta tanto desgarro que se hace a la gente, a los niños, a los ancianos. Los débiles sufren la locura de los fuertes, de los poderosos, de los locos que presiden las naciones locas. Es fuerte sentir que la guerra forma parte de un juego de poder y luego luchan los de siempre, los de abajo y los niños y ancianos han de huir con sus pocas fuerzas. Solo queda rezar a Dios, si es que Dios se apiada de esas gentes débiles que huyen de fusiles, misiles, tanques y aviones llenos de bombas. Yo ya no sé qué hacer para que esto pare pero sé que mi cerebro me lo hará pasar mal porque mi cerebro mezcla líquidos, confunde hormonas y se llena de un castigo propio de la locura.
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