Siento la triste evidencia de la mañana, total evidencia que sume a mis ojos en un mirar oscuro. Los vientos de marzo aúpan sin consuelo una cucaña ya vista antes: el año pasado y el anterior y el anterior. La dureza de estar vivo llena el cielo de una parsimonia agridulce, pues es agridulce la vida que se vive. Mejoro lo mejorable: el estar aquí por la mañana que se consume minuto a minuto haciendo algo para que esta mañana se vaya, se confunda con el tiempo de ayer e ingrese en el tiempo de mañana como algo fijo y concluso. Los campos están secos, el viento muge un dolor escondido e inexplicable. La Tierra se queja del ser humano que la habita, pero no lo hace gritando sino arrojando lluvias sin fin en lugares que hasta hoy no conocían su desespero, el desespero fuerte de la Tierra. La Tierra bulle de un oscuro humo que sale de los coches, que sale de los culos de las vacas, que sale de quemar carbón y petróleo, que sale de las actividades torpes del ser humano. La Tierra ya no sabe cuándo es primavera y cuándo es invierno. La Tierra, en verano, quema como la lumbre. La Tierra no me gusta, el hombre no me gusta, el campo estará sucio, el mar sube de fiebre, la hierba ya no nace, el hombre se equivoca, la paloma vive en la ciudad, el hombre ya no sabe, la Tierra se cansa.
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