Ayer fui a Cotos con mi hermano y mi novia. De ese puerto, se accede a la laguna de Peñalara. Huíamos del calor de Madrid. Dirá alguno: Qué tío, va a Cotos. Nada más simple ni más rústico. Se come uno un bocadillo de tortilla y sube andando hasta la laguna. Se charla, se comentan cosas del trabajo, de los amigos, de la vida en general. Parece que allí, ante la presencia de las montañas, todo se vuelve más llevadero, menos trascendental. Merece mucho la pena el paseo. Lo importante del caso es que parece que se me oxigenó el cerebro. Luego volví más amable a la llanura. Todo me parecía, en Madrid, más equilibrado, más suave para la mente lo que observaba. Era el oxígeno, que me abrió la mente y me la limpió de malas sombras que tenía dentro.
Por la noche acepté mi destino como se acepta la noche, como se acepta estar vivo. Descansé agradablemente y me desperté bien, cómodo en mi castillo mental, en mi concepción de las cosas. Hay que repetir esa subida a la laguna donde todavía hay lenguas de nieve adheridas a las grietas de la montaña.
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