Un tuerto en el país de los ciegos se creía muy sabio. Normal. Él veía cosas que los demás solo palpaban, olían u oían. Y el tuerto les daba lecciones todos los días sobre lo que veía, era buena persona en definitiva, quería el bien para los ciegos. Un día, vino al país de los ciegos, que vivían como podían del ganado y la agricultura autosuficiente, un mercader. Y dijo a los ciegos tantas maravillas de llevar encima cadenillas, relojes, anillos, abrigos de una tela que venía de las Indias, espejos (ya ves tú, espejos para ciegos, solo compró uno el tuerto), peines, etc. Objetos que no valían para nada porque los ciegos a lo único que aspiraban noche y día es a ver algo, lo que fuera y así se lo dijeron al mercader. El mercader les ofreció gafas para todos. El tuerto les avisó. No veréis. Ellos las compraron engañados. Y el mercader se fue con mucho dinero a su tierra por nada. El tuerto les dijo que si venían más gente de esta al pueblo, era mejor echarla antes de que los volvieran a engañar. Y entonces vino el oftalmólogo y le echaron.
No hay verdadero descanso si no es el del corazón.
Yo diría también que el de la cabeza.
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