Son las 7 y media de la mañana, hoy, lunes, 4 de marzo de 2019. Me he despertado porque me mandaban un problema de matemáticas y lo tenía que resolver. Era una regla de tres. Multiplicar y dividir. Lo he averiguado una vez despierto, ya consciente. He desayunado. He visto a cuatro personas de la vecindad que iban a trabajar (un señor bajito del portal 17 y una chica que vive encima de nosotros, en el 4º, y que me dijo su madre que trabaja en seguros). También he visto dos chicos jóvenes que parecían estudiantes, no trabajadores. Los cuatro han salido de la urbanización casi al mismo tiempo. Me acuerdo cuando yo madrugaba a las seis para coger el cercanías en la estación. Qué tiempos. En estas épocas, cuando ya se veía asomar Semana Santa, el curso estaba casi finiquitado y daba gusto madrugar, el fresco y la vivacidad de la mañana en el rostro. El invierno había pasado y ya conocía a los chavales, ya sabía cómo tratarlos y conocía sus psicologías, sus aptitudes y su actitud conmigo. Ya no había engaños. Nos conocíamos de sobra ellos a mí y yo a ellos. Solo había que dar unas lecciones más, evaluarlos y esperar gloriosos meses como eran abril y mayo. El último de junio, vacaciones. Si tenía la suerte de congeniar con algún profesor, me lo pasaba bomba echando un cigarro con él en el recreo o en alguna hora libre. Si había algún problema o lío a resolver, lo resolvía como podía, aunque a veces, tenía que rendir cuentas a algún jefe de estudios por algún fallo. Pero por lo general, en los institutos, yo he ido a mi bola, solo pendiente de que mis alumnos aprendieran todo lo que pudieran. Ya te digo, de los inviernos, que tenías que dar la luz a primera hora de clase, a la primavera, que ya se veía desde que salías de casa, una diferencia abismal.
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