Acabamos de venir del supermercado porque a mi hermano Paco le gusta esta hora intempestiva porque no hay nadie y se tarda menos en la caja. Estará haciendo 27 ó 28 grados en la calle. A mí me gustaría que se oscureciera el cielo por completo y al poco rato cayera una lluvia de gordos goterones y muy densa que no dejara ni ver, estilo monzón, y se tirara así desde las tres hasta las seis. Tres horitas lloviendo de pleno. Me tumbaría en la cama a oír el deseado gotereo del agua cayendo, el ruido ese continuo y manso que es como un rumor divino caer y caer, llenas las calles de regueros, la gente en casa o corriendo desprevenidos o con paraguas, los coches avanzando despacio y todo se pararía un momento bajo el efecto del chaparrón. Qué gusto. Pero no caerá esa breva ni ese agua tan codiciado que llena los pantanos y espanta la polución. Qué asco este calor ya consabido de días, de semanas de horas que caen todas iguales, el cielo inexpresivo y límpido en su azul insulso. Agua brava, agua querida por mí. Agua fresca que refresca el aire, que humedece las narices infectas del abatimiento del calor inmundo que padecemos.
Qué bonita la lluvia ay Dios.
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