Me tomé café con Quevedo, un café denso y oscuro y el hombre discurrió metáforas y retruécanos ciscándose en lo mal que iba el Imperio. Dijo que estaba muy triste pero que se había sacado un soneto que decía: "miré los muros de la patria mía". El café americano le espabiló un poco pero estaba muy deprimido. Luego vi a Cervantes, que andaba con el culo detrás y la picha delante buscando manuscritos en un mercado pues era voraz lector. Estaba algo cabreado porque un tal Avellaneda, falso escritor, le había robado sus personajes y hécholos un guiñapo. Pero se vengaría de tal afrenta publicando su segunda parte del Ingenioso Hidalgo que ya era famoso en Madrid y Valencia. Vi a Lope hablar con una actriz muy bonita y redonda, que se quería beneficiar ya siendo cura. Y en veinticuatro horas visitó dos lupanares y dio otra comedia al teatro. Vi a Calderón niño, orando en una iglesia "La vida es sueño" venidera y era hombre muy adusto y severo, siempre pensando pensamientos religiosos y metafísicos, ya siendo chaval.
Vi un barco en Sevilla que partía a las Américas y me presentaron a Alarcón, que ya componía en el barco "Las paredes oyen". Era un desencantado pero muy buena persona. Y vi a los Argensolas y a los Cetinas, muy buenos ellos. Y vi a Baltasar Gracián, un pozo de ciencia. Pregunté quién podría haber escrito el Lazarillo pero me dijeron que no sabían. Pregunté de la Celestina. Dijeron todos: gran obra de un judío converso.
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