Vengo de comprar pan de ese bar adonde el año pasado acudía a las 6 de la madrugada muchos días después de haber pasado la noche prácticamente en vela. Es el bar de las paradas de autobús. Hay tres paradas de autobús, por eso abre tan pronto. Me veo a mí mismo, tumbado en la cama, despierto, después de haber mirado el ordenador, después de haber oído la radio, después de haber jugado al ajedrez en el móvil, deseando que se hicieran las 6 para ir a ese bar. Mi cabeza bullía como una olla a presión. Estaba todo el día agitado, tenía unas ojeras que traslucían mi excitación mental. Y me fui a Soria, donde me dio una fase maniaca y mi hermano lo pasó mal y por ello, y quizás por esto del coronavirus, este año no veré el mar ni veré cosas nuevas. No era consciente de mi estado de excitación, de los horarios raros que llevaba, de mis noches de pesadilla que me hacía pasarlas en vela. Llevaba camino del psiquiátrico si sigo así. Me subieron la dosis de un neuroléptico en navidades y todo fue ya mejor para mí. El que tuvo que ingresar fue mi hermano, que también llevó una vida un tanto desordenada. Mi hermano ingresa y yo no: ¿por qué será? He estado en ese bar y he mirado alrededor: gente tranquila; un hombre leyendo el periódico, una señora con su hija. No el ambiente extraño de las 6 de la madrugada.
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