Son las doce y media del mediodía. Ya he venido de comprar los ingredientes para hacer una paella. La inminencia de tener que hacerla está ahí. No tengo mucha fe en que me salga bien pero sé que la tengo que hacer. Pienso en mi cabeza mientras vengo del supermercado cómo debe ser el orden culinario: picar ajos (y lo veo en mi mente, me veo picando ajos), picar cebolla, cortar pimiento; ah, no se me olvide que el pimiento va antes del tomate y el tomate ha de estar pelado antes del momento crucial de echarlo a la sartén. Yo uso una sartén grande para hacer las paellas y me la imagino llena de verduras, pollo y demás asuntos para que luego salga bien la paella. Mi mente es un sin parar. Me veo picando, friendo, sofriendo, calentando el caldo, limpiando verduras en una secuencia semicaótica y apresurada hasta que yo me canso de debatir conmigo mismo la receta de la paella y estoy deseando empezar a hacerla para quitar de en medio todos estos fantasmas de la cocina que me asaltan la mente de forma compulsiva. Hasta la una y media no me pongo con ella. La acción resuelve la dialéctica de la cabeza y en la acción se resuelve el pensamiento en el futuro.
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