Un hombre va a Madrid. A la corte donde está el poder. No dispone de mucho dinero. Solo va a pasear y ver gente. Había una canción, que este hombre recordaba, de Rosendo, un cantante nacido en Carabanchel, barrio madrileño de mucha leyenda que decía: " atrapado entre los muros de un pasado que no volverá/la cabeza entre las manos/veo a la gente cómo va". A veces nos da por ver cómo va la gente, cómo se comporta el rebaño del que formamos parte, miramos gestos, gastos corrientes, adulaciones, fanatismos del prójimo que tenemos al lado. Eso lo hacemos quizás, como dice la canción por saltar los muros que no nos dejan ver el pasado que no vuelve, la infancia conocida que nos vino bien. Este hombre caminó por la calle Princesa, subió a Callao, vio un hombre incrédulo y a otro increíble; vio una mujer difícil y vio una mujer fácil; vio la miseria de la gran ciudad tirada en el suelo; vio gente triste y gente que no paraba de reír; comió unas castañas asadas, vivió la tragedia de una tarde en el centro de Madrid y se volvió a casa. Atrapado en unos muros, vio a la gente cómo iba y se dio cuenta de lo mal que se conducían sus semejantes. No creía que este mundo durara ya más de un milenio más así como iba. Lo calculó a ojo de buen cubero, pero ya digo, este hombre era juez de lo que veía: más de un milenio este mundo no lo resistía. El apocalipsis de esta gran babilón estaba cerca, bien cerca. Al llegar a casa, se fumó un pitillo, bebió café e invocó a Satán, que se presentó en el salón de su casa. Satán hizo un gesto con su mano y fueron al espacio, donde este hombre y el demonio presenciaron el mundo, este mundo cruel para muchos y duro para todos.
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