lunes, 1 de julio de 2019

Reflexión sobre la muerte.

Todo en esta vida tiene una duración. Lo que más dura siempre acaba. Y quizás, lo que más dure, porque nunca empezó, es Dios. Dicen que Dios es amor, pero también se manifiesta como una fuerza de la justicia, la justicia divina. El amor y su representación en palabras quizás también sea muy duradero y por eso los enamorados sueñan con que su amor sea eterno. Pero, ¿qué es Dios, del que decimos “engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre por quien todo fue hecho”? Las letanías repiten verdades de las que no se duda o en las que se cree con fuerza. Las letanías se repiten a lo largo de siglos o se han repetido siempre con la misma idea en la cabeza cuando se verbalizaban: hay algo superior a nosotros que nos sobreexiste y que nos sobreexistirá por siempre.

Otra cuestión es si nosotros, de alguna manera, sobreexistiremos a nuestra manera, o sea, resucitando después de muertos, venciendo a nuestra propia muerte. Eso nadie lo sabe o solo lo sepa Dios, pero no nos lo ha comunicado de manera clara o sí nos lo ha comunicado, pero no queremos creerlo porque estamos apegados a la realidad más inmediata que nos circunda como humanos que somos. Todo ser humano se ha preguntado por la muerte un montón de veces a lo largo de su vida. No se responde nada del lado de allá, todo son elucubraciones, todo es una masa informe y oscura donde no nos podemos imaginar ni nuestro propio cuerpo muerto por el pudor que nos da nuestra propia muerte. Es como hacer nuestras necesidades. Es un pudor parecido. Un día le dije a mi novia que si tenía miedo de la muerte pensara en cagar, que lo tenemos que hacer todos los días. Sólo nos morimos una vez, pero lo tenemos que hacer a la fuerza, como hacemos cuando cagamos. No le reportó ningún consuelo, pero las ideas se congenian siempre cuando son parecidas o algo parecidas.

Quevedo y otros muchos que escribieron sonetos a la muerte dijeron que morir no es castigo, es ley. Ley severa, pues nadie quiere morir. ¿Nadie quiere morir? Se da el caso de los místicos que morían porque no morían por la esperanza que tenían de que, al morir, se encontrarían con el Amado; esto es, Dios. Se puede dar el caso de personas que acepten su muerte venidera muchos años antes de morir. Esta aceptación de la muerte se asocia con posturas ascéticas o religiosas de retiro espiritual, de retiro del mundo. Yo creo que cuando uno más se cultiva interiormente, menos ajena le es la muerte y sus posibles consecuencias: la eternidad, el no existir, la nada.

Da miedo pensar que cuando morimos nos espera una eternidad en la que dejamos de existir, pero es que en el instante en que morimos ya no somos conscientes de nada. Detrás de la muerte, cuando cae el telón, ya no estamos; por lo tanto, no debemos tener miedo a un accidente que no vamos a vivir. Dice un proverbio: si no sabemos nada de la vida, ¿qué vamos a saber de la muerte? Y es muy cierto. Andamos ciegos en la vida los seres humanos porque a menudo se nos vuelve incomprensible. No creo que sepamos más de un hecho o un mundo, el de la muerte, del que nadie ha vuelto, del que nadie sabe nada. En realidad, solo sabemos de la rigidez de los muertos. Solo sabemos de la muerte a través de los cuerpos que se quedan mudos, inertes y sin ningún sentido que les socorra. Ese es el contacto que tenemos de la muerte mientras vivimos: el de los muertos, pues nuestra propia muerte ni la viviremos.

Polvo serán, mas polvo enamorado. Me cuesta creer en un amor que dure más que la muerte. La muerte dura eternamente y el amor como tal solo se da en vida, aunque hay personas tan enamoradas de su amor muerto que pronto se van a la tumba con él de pura tristeza de haberlo perdido. La muerte es, por lo tanto, una pérdida. Porque querríamos que el muerto hubiera seguido viviendo a nuestro lado un poco más.

El otro día estábamos reunidos una serie de personas con inquietudes parecidas hablando de estos temas: del universo, de las partículas subatómicas, etc. Una de ellas dijo que había cursado tres años de teología porque quería dar una explicación al hecho de morirse uno. Otra persona le dijo que nos morimos para dejar espacio a los que vienen detrás de nosotros. Es una explicación materialista, nada trascendental, pero de una lógica aplastante. Tenemos que nacer mortales; si no, no cabríamos en este mundo limitado. Morirse, pues, podría ser considerado un acto de generosidad para con los demás, el último acto de generosidad que hacemos en la vida, aunque se hayan hecho pocos a lo largo de ella: donamos espacio, un lugar para otros que ya han nacido. Así de simple. Cuando morimos dejamos de ocupar unos espacios que ahora serán para otros. Dejamos sitio, dejamos cargos, dejamos puestos de trabajo, dejamos huecos que antes eran ocupados por nosotros.

Otro modo de pensar es haber hecho lo suficiente antes de morirnos. Es una idea clave. Vivimos para algo y morimos para nada, de ahí esa idea de haber hecho muchas cosas provechosas para el mundo o para las personas que hemos conocido: dejar poso, dejar este mundo mejor del que lo abandonamos y ya de paso, dejar una digna memoria de nosotros. Aquellos que han levantado un imperio con sus manos quieren verlo en pie cuando se mueren. Yo pienso a menudo: ¨¿Y aquellos que no han destacado en nada visible en esta vida?” “¿Son los más queridos de Dios?” “¿Y aquellos otros que no han venido más que a sufrir y no han levantado cabeza en vida, siempre mendigando su propia vida?” “¿Se van sin haber hecho lo suficiente a ojos de los humanos porque han tenido que vivir simplemente subsistiendo?” “¿Qué memoria dejan estas personas, si es que alguien se acuerda de ellos?”

La vida es un misterio o un desatino. De todas formas, la vida no nos arroja más que interrogantes; tantos, como la muerte.

La pregunta sería: ¿a qué hemos venido al mundo? Mi respuesta es: cada uno a una cosa distinta y todos a la misma: a ser felices, aunque nos cueste creerlo. El ser humano busca la felicidad de todos los modos posibles, sueña con la felicidad, monta castillos en el aire para aspirar a un puñado de felicidad y desea la felicidad por encima de todas las cosas. Desde pequeño se va fabricando uno su propia felicidad.

Pero la felicidad cuesta. No viene dada. Y cada uno se fabrica su felicidad según sus gustos. Lo importante es que en la búsqueda de la felicidad de cada uno no choquemos con los demás. Hay gente a la que le hace feliz la muerte de otros quizás porque los cree adversarios para conseguir su felicidad. Estos deseos macabros se dan mucho en la esfera del poder y llega a haber muertos que han ejercido poder que tienen tras sus espaldas millones de muertos. Son los dictadores, esa lacra del siglo XX principalmente cuya muerte provoca muchas más muertes y cuya vida política apesta a muerte.

Pero volvamos a la felicidad y a la relación que tiene con la muerte. ¿Para un hombre que ha vivido una vida feliz es más indeseable la muerte que para otro de una vida infeliz? Para vivir una vida feliz hay que desarrollar mucha inteligencia y esa misma inteligencia acoge la muerte como un acontecer más en la vida. Una vida infeliz y triste también puede acoger la muerte como la solución final a tanta desdicha. De todos modos, la vida feliz tampoco está exenta de dificultades y exigencias y sufrimientos, pero se saben sobrellevar con entereza. Los que realmente no saben soportar la muerte son los que tienen un modo panoli de interpretación de la vida, que se han quejado de todo en esta vida, que han tenido de todo, que no han hecho esfuerzos para conseguir cualquier cosa en esta vida: Para estos, la muerte es la mayor desgracia del mundo porque se les arroja de un paraíso donde todo les era gratuito.

A mí siempre me ha llamado la atención una expresión que es “saborear la muerte”. ¿Cómo se saborea la muerte en vida? ¿A través de la muerte de otros o a través de la propia experiencia? ¿Se saborea la muerte cuando nos libramos de morir en un accidente de tráfico? ¿Cómo reaccionamos cuando saboreamos la muerte? A mí nunca me gustaría saborear la muerte, me gustaría morirme sin haberla saboreado. Porque seguro sabe muy mal.

En las películas de Hollywood, la muerte es de pacotilla. Muere muchísima gente de modo casi hilarante, menos el héroe, que para mí no deja de ser otro fantoche para cubrir idealismos de idiotas fanáticos. La muerte es muy seria y no debería banalizarse como hacen estas películas que crean patrones de conducta en esos idiotas fanáticos. Matar es un asunto muy serio como lo es la muerte y tampoco deberían constituir la primera escena de las novelas de terror o las llamadas negras, en las que las muertes que aparecen también me parecen un poco de cartón. O de papel. Muertes de papel para pasar el rato. Pero me gustaría eso: que la cultura no banalizara la muerte, sino que la dotara de la necesaria solemnidad.

El derecho a la vida es el primero que hay que proteger. Revistamos de transcendencia la vida y no otros asuntos baladís en nuestra época de anomia colectiva y ya veremos cómo con la educación en la vida, no hay tantas absurdas muertes como hay. En nuestra época se desprecia la vida en una proporción astronómica. La cuestión es: ¿se desprecia la propia vida o la vida ajena?, ¿se aprovecha el paso por este mundo o se vive en la banalidad de modo constante? Yo he sido profesor y tenía mi propia teoría sobre la educación, esa forma de convertirnos en personas adultas y serias: yo llamaba a esa teoría la del 50% y no solía fallar: en cada aula había la mitad de alumnos que se esforzaban y la otra mitad que hacían el ganso. Esta teoría es ruinosa para un sistema educativo. Yo creo que es lo que había cuando yo fui profesor. La educación también nos enseña a morir a través de las matemáticas y la literatura, que no quepa duda.

Cuando un hombre procura la muerte a otro hombre por medio de leyes que le acusan de culpable, está cometiendo un error. La vida de ninguna persona es de nadie. Está bien que esa persona se quede encerrada y alejada de la sociedad el tiempo que sea, incluso toda la vida, pero nadie puede hacerse dueño de su muerte. La vida de los demás a nadie nos pertenece. Se podrá decir: “ese hombre que espera que lo ejecuten ha matado x personas” pero la venganza no existe. Existe la vida antes que cualquier otra cosa, aunque sea la vida de un hombre o una mujer execrable. No me gusta la pena de muerte y creo que yo no la pediría para alguien que, por ejemplo, hubiera matado a mi hermano.

Digo esto porque sin vida no hay muerte. No sabemos por qué casualidad recibimos la vida, pero es una sagrada casualidad que no comprendemos al igual que la casualidad de la muerte. Algo que no comprendemos tan siquiera, deberíamos dejarlo como está. Al vivo, vivo y al muerto, muerto.

Una vez que la muerte nos llega, también nos va llegando el olvido. Primero con pasitos cortos, pero después el olvido se hace tan grande que no suena ya nuestro nombre en el mundo así que pasan unos cuantos años. Todo el mundo tiene miedo a la muerte y al olvido de nosotros que trae. Mientras vivimos hay una esperanza rondándonos y dando brío a nuestra existencia como diciendo: “sigue, sigue, lucha por vivir, aunque lo pases mal, aunque vivas en la calle, aunque tu enfermedad sea irreversible, aunque nadie te quiera ni te haga caso.” La vida es un regalo y nadie quiere que se rompa ese regalo, aunque esté muy estropeado, aunque ese regalo ya no sea tan atractivo. Alguien nos lo ha dado y queremos conservarlo. A veces hay que ser muy fuerte para seguir viviendo, pero el miedo a lo otro; esto es, a la muerte, nos hace aferrarnos a lo que conocemos y no desear lo desconocido, ese frío misterioso que nos paraliza el cuerpo y nos deja quietos para la eternidad y el olvido.

Parece ser que la única finalidad de la muerte es acabar con la vida, con nuestras vidas. Así se ve a simple vista. Yo, cuando he llegado a ver un muerto, siempre en situaciones convencionales; esto es, en un tanatorio o en una cama, me da la sensación primera de que ese cuerpo no está allí ya, ya no pertenece al mundo. Es carne, carne muerta. Mi madre me dijo que pasara a ver el cuerpo muerto de mi abuela porque decían que así se les pasaba el miedo a la muerte a los niños. Yo ya no era un niño. Tenía veinte años cuando vi a mi abuela muerta. No recuerdo muy bien qué sentí, pero algo así como la ausencia de mi abuela, la ausencia definitiva de mi abuela. Ya era solo carne. Como a mí me es difícil creer en Dios, me será también difícil creer que cuando alguien muere se va con Él. Yo solo veo carne en los muertos. Una expresión quieta y fría e inexpresiva. Allí no hay nada que vaya a ningún lado. Todo se queda aquí, en este mundo en el que se estuvo. Esa es la primera impresión, digo. Y para mí la última. Por eso, antes de que yo me muera he de dejar algo hecho en este mundo que me recuerde. No sé. Algo artístico, algo beneficioso para los demás. No sé. Pero algo.

La muerte es muy destructora. Nos priva de los demás. Mis padres quedaron huérfanos de padre muy pronto. Es algo que tienen en común. Creo que de ahí surge la idea de unión familiar que tienen tan fuerte y el deseo que han tenido de salir adelante como sea, aunque los dos son analfabetos prácticamente. Cuando la muerte priva a alguien de una figura tan importante como la figura paterna, viene una pena profunda que luego sirve de espuela para sobrevivir como sea, quizás para reemplazar en sus personas a esa figura muerta y son los huérfanos, si no decaen en crisis nerviosas o emocionales, personas hiperresponsables con sus vidas y las vidas de los demás. Así lo han demostrado mis padres a lo largo de sus vidas porque yo y mi hermano gemelo hemos tenido unos problemas graves de salud y allí han estado siempre, responsabilizándose al máximo de nuestra curación pese a todas las limitaciones culturales y sociales que hayan tenido. Han hecho lo indecible por nosotros.

Cuando mueres, ya no haces más en la vida. Te podrán honrar con nombres de calles o con estatuas o con mil actos de recuerdo, pero ya no vales nada. Hay grandes hombres que serán recordados toda la vida por haber hecho una renuncia de sus vidas en pro de una nación, una idea, el progreso, en suma. Estos hombres perduran en la memoria de hombres venideros como ejemplos de sacrificio y honor. Son ejemplos. Pero están muertos. Pongo como ejemplo a Abraham Lincoln. Lo que representa este hombre para los EEUU debería pervivir para siempre en ese país. Fue un modelo de político y nunca morirá en el recuerdo de esa nación, además de ser extrapolable su ejemplo a otros modelos políticos. Los actos de ese hombre en vida le mantiene vivo hoy en día.

A mí, por ejemplo, el modo de ser de mis padres permanecerá siempre en mi memoria. Considero que mis padres se han comportado siempre del mejor modo conmigo. Así como una figura política vela desde el recuerdo a toda una nación, los padres velan por los hijos en su recuerdo, después de muertos, cuando estos se han comportado bien con los hijos y les han ayudado y les han aconsejado bien. Los padres que han sido un ejemplo de virtud para sus hijos tienen el don de no morir nunca en ellos. Siempre son recordados en los momentos difíciles y emulados en los pasos que dieron ellos cuando la situación no fue la mejor. Y se convierten en patrones de comportamiento y rectitud en la vida.

Puede haber otros ejemplos en la vida que realmente son un contraejemplo: o sea, al morir dejan una estela de decepción porque no han hecho otra cosa que ir por el camino equivocado. Incluso ese camino equivocado les ha provocado la muerte. Pero también sirven como ejemplo de conducta a evitar y así sirven a los vivos. Una persona que se ha consumido en vicios que le han llevado a la tumba es acicate para perseguir la pureza entre los vivos y que las personas queridas o conocidas se alejen de vicios que trajeron la mala salud y la muerte a ese conocido o familiar. Un ejemplo muy claro lo constituyen los fumadores empedernidos o los alcohólicos o los que ambas cosas consumían de modo excesivo: son modelos que sirven para la depuración de los vivos que los trataron o conocieron, son espejos en los que mirarse que devuelven una imagen a la que no queremos llegar.

Pues esos muertos suelen quemarse pronto y morir pronto también ya que muchos han sido sus vicios desde una temprana edad y vivían para esos vicios y ya no los podían dejar ni por muchos intentos que hicieran. Sabemos de gente que ha tenido que cambiarse la dentadura entera por el tabaco, que han tenido desarreglos en el cuerpo por la bebida, que les han tenido que operar de la laringe por el tabaco. Y los vivos sabemos que debemos huir de eso. Y aprendemos, si no somos tontos, de ese contraejemplo, de esa vida equivocada dedicada a uno o dos vicios destructores. No nos metemos en la catadura moral de esos viciosos, que quizás eran ejemplos de rectitud, sino que además, por ser personas buenas que mueren por la debilidad de un vicio matador, más lo sentimos por ello, pues eran personas valiosas en todos los aspectos de la vida: eran inteligentes, habían trabajado como el que más y a los 55 o 60 años se fueron para no volver más, dejándonos patente el poder de esos venenos a los que estaban ligados de forma esclava, de forma que ya los acompañó a la tumba un día que su cuerpo no daba para más pues se envenenó del todo. Por eso en esta vida hay que guardar un equilibrio entre nuestra alma y nuestro cuerpo y darle a cada uno de ellos lo que necesita. Al cuerpo, salud y al alma, paz.

Pero hay que recordar a aquellos que murieron de un vicio por sus virtudes, que sin duda las tuvieron y no por el vicio que los mató.

En este sentido, hay una idea muy común que es la de llegar a viejo. Todo el mundo pretende adquirir cuantos años sean posibles a lo largo de la vida porque quizás es un síntoma de haber vivido bien, acorde con la naturaleza que nos dio Dios. No sé si Dios pretende de nosotros que vivamos muchos años, pero nosotros sí lo pretendemos pues es la señal de que hemos sabido vivir y de que hemos perdurado en la vida a pesar de los sinsabores con que esta castiga a los mortales. Para ello, hay que dejar de fumar antes de que el tabaco acabe con nosotros y hay que dejar ciertos vicios que no nos traen más que la ruina del cuerpo y del alma. El exceso de alcohol nos trae un humor resentido e irritable con los demás. El tabaco nos llena el cuerpo de cáncer y nos va asfixiando en vida, aunque sea con un ritmo amable, de aparente disfrute de un humo social y de fiesta, como el alcohol, que se asocia a momentos alegres hasta que empieza a formar parte siniestra de una dependencia atroz e individual.

Morir viejo, por lo tanto, es morir sabiamente. Y morir pronto por efecto de los vicios, es no haber sabido parar a tiempo esa dependencia que nos mataba. Aunque a veces intuimos que esa dependencia es ya como un torrente en la vida del dependiente que ya no va a parar hasta su muerte.

Demos cosas buenas al cuerpo y al alma y llegaremos a viejos. Demos buenos alimentos, pero con mesura, al cuerpo y demos paz y tranquilidad al alma. Hay un dicho que es “se muere de envidia”. Es una exageración. Nadie muere de envidia. Pero una envidia prolongada en el tiempo puede ser dañina para el alma y para el cuerpo pues nos puede provocar malas digestiones y a no poder disfrutar de lo que tenemos delante por querer ser otra cosa que no está a nuestro alcance. La envidia prolongada no nos deja disfrutar de nosotros mismos, de nuestras propias virtudes, que las tenemos, por añorar las virtudes de otros.

El alma también tiene sus vicios, sus alimentos y sus venenos. La ira, la lujuria, la envidia, la codicia puede acabar con nosotros en un instante o hacer de nuestra vida un calvario. El soberbio que va avasallando a sus semejantes algún día acaba, como acabaron los reyes tiranos o soberbios en la antigüedad, con sus huesos en el suelo. Todo aquel que se ciegue en una pasión se estropea y va llenando de vicio su alma y va haciéndose indeseable. Se va acercando a la muerte de un modo u otro el que anida en su pecho un pecado de los llamados capitales. Me da igual que en estas épocas modernas que vivimos esos pecados se ignoren o se relativicen de tal modo que parezca que no existen. Sí existen. Siguen existiendo y nos acercan a la muerte corporal y espiritual, nos matan. Nos matamos nosotros mismos con ellos dentro haciendo de las suyas. El envidioso no vive la vida plena; tampoco el lujurioso ni el soberbio ni el codicioso. Son muertos en vida pues la pasión les consume la energía de vivir ellos mismos, son instrumento de esa pasión que se van consumiendo y perdiendo en vida. Y son repudiados por la sociedad que los ve podridos por dentro y lo podrido es parecido a lo muerto.

Las pasiones, pues, pudren a la persona y no la dejan vivir. Nadie quiere vivir al lado de un soberbio o envidioso o lujurioso porque nos complica la vida de modo alarmante. Crean problema tras problema estos seres pasionales, pecaminosos y nos pueden provocar la muerte porque donde está el pecado, está el vicio para alimentarlo y un soberbio hasta arriba de coca puede ser peligrosísimo y donde está el pecado y el vicio está el demonio y la muerte en última instancia. La de los pecaminosos o la de sus víctimas o la de los que están a su lado por diversas circunstancias. Por lo tanto, huyamos del pecado y del que lo practica hasta que se arrepienta. O ayudémosles si sabemos ayudarlos.

Otra cosa que trae la muerte es tan evidente que casi no hace falta decirlo: nos sustrae de las cosas de la vida: los muertos no comen, no disfrutan de la amistad como tal; o, bueno, pueden disfrutar de una amistad póstuma que haga beneficiarse a hijos o allegados; esto es: un hombre quería tanto a otro que se ha muerto que ese amor le lleva a ayudar o beneficiar a sus allegados. Pero los muertos no son amigos de nadie ya, eso creo. No pueden serlo como tal. Pero tampoco sufren las cosas malas de la vida: la angustia, la depresión, las enfermedades, el dolor, etc.

La muerte es otra dimensión. Habría que pensar si no es una dimensión inferior a la vida o simplemente la dimensión que representa la muerte es igual a la nada. La muerte es nada, es un mero recuerdo que se borra, pero el recuerdo no es inherente a la muerte. El recuerdo se crea después de muerto pero la nada es anterior al recuerdo. Lo que es propio de la muerte es la nada, quizás. ¿Y cómo nos enfrentamos a la nada los seres humanos? Pues afrontando nuestra vida haciéndola la más útil y bella y necesaria posible. Luego, a lo mejor la nada de la muerte no nos llegue a asustar, sino que la aceptamos como parte de esa vida que acaba. Es como cuando nos comemos un helado: hay que disfrutar todo lo posible del helado, no pensar que se va a acabar. Todo se acaba, como dije al principio de esta reflexión. Imaginemos que una mendiga vive para ella y para otro mendigo al que cuida: ha hecho de su vida una necesidad para su amigo el mendigo. Ha hecho de su vida algo bello pues es bello cuidar de los demás y es útil su vida. Así con las enfermeras, con los médicos, los que se hacen necesarios en esta vida para los demás. Alguien que ha venido a consumir, a agotar placeres en esta vida no me parece ni útil, ni necesario ni su acción me parece bella. Es un torpe. No sabe vivir la vida y morirá como los gorrinos que engordan y engordan. Solo habrá conocido el placer, no el sentido último y verdadero de la vida.

Otra cuestión a tratar en esto de la muerte, es que la vida, según va pasando, nos prepara para la muerte. Cuando somos niños no tenemos conciencia de ella para nada. Vivir intensamente es el objeto de un niño. Pero ya cuando adquirimos una edad, empezamos a tener conciencia de la muerte y eso nos asquea y a la vez nos prepara. Quizás a los 13 o 14 años ya sabemos que vamos a morir. Adquirimos una sensación de muerte leve, apenas entrevista pero ya nos vale para saber que moriremos. La juventud es ese estadio de la vida en que bebemos con placer la vida, disfrutamos de ella con todos nuestros sentidos. Pero llega la edad de la madurez y vuelan los amigos con los que hacíamos una piña inconsciente; en ella se diluían nuestros temores y en ella florecían los placeres. Nos quedamos solos a los cuarenta, años en los que debemos crear una familia, una conciencia de nosotros mismos. Entonces llega con fuerza la campana de la muerte. Porque ya ha pasado la mitad de nuestra vida y cuando echamos la vista atrás nos parece un suspiro lo que hemos vivido y cuando echamos la vista adelante también nos parece un suspiro lo que nos queda. Es ciertamente angustiante. Es la angustia de los cuarenta. Y empezamos a pensar en nuestra muerte de modo preocupado. Porque nos empezamos a hacer viejos. Hay gente que a los cuarenta ya tiene un aspecto de viejo que le delata, según los vicios con que haya vivido su juventud más temprana y la más tardía. Pero todos, a los cuarenta, parece que nos ponemos a reflexionar y a decir: qué hago con mi vida. Y también decimos: me acerco a mi muerte. Y dependiendo qué parte de esas dos elijamos, así nos comportaremos de los cuarenta en adelante: pero siempre mirando al frente, porque el tiempo es lineal y no para y sigue y sigue y casi no nos da tregua para pensar.

Si estuviéramos constantemente preocupados por nuestra muerte, no podríamos vivir en paz. Por eso vivimos la vida regidos por lo que nos dicen nuestros sentidos y nuestras ganas de comunicarnos con los demás. Vemos, oímos, olemos y nos entretenemos en una cháchara que hace olvidar la muerte, nos la hace inconsciente porque comunicarnos nos procura una sensación de estar con los demás y nos aliviamos con otros de la muerte venidera. Nuestro presente nos procura muchos problemas con los que estar ocupado. Los comunicamos, los intentamos arreglar y así estamos sumidos en un presente que nos hace matar el tiempo y acercarnos a la muerte poco a poco, sin darnos cuenta. Por eso es importante estar activo la mayor parte de nuestra vida, hasta el final de la misma, para no preocuparnos de la muerte.

La grandísima aventura que es nacer, la más grande de nuestra vida, se va completando con la otra aventura que nos aguarda, la más triste de todas, que es el morir. Pero sin la muerte, el nacimiento no tendría sentido. No dotaríamos de sentido el hecho de ir cumpliendo años si no supiéramos que vamos a morir. Por eso, la muerte es como otra aventura que tenemos en el futuro más lejano o más cercano, según nos acerquemos a ella por la edad, que nos da consistencia en nuestro presente. La muerte nos llena de preguntas la vida: nos va preguntando: ¿qué estoy haciendo yo con mi vida? ¿merece la pena mi vida?, etc. y estas preguntas sirven de espoleta para intentar que nuestra vida sea digna de ser vivida antes de morir. Es la conciencia de dignidad que tenemos como seres humanos la que nos hace pensar: yo tengo que vivir una vida digna y para ello he de esforzarme en criar unos hijos, escribir un libro o hacer todo aquello que aporte valor a nuestra vida antes de que llegue su final.

La muerte tiene mucho de filosofía para nuestra vida. Por más analfabeto y basto de sentimientos que sea el ser humano, siempre, siempre se pregunta por su muerte y su vida en dos caras que conforman la misma moneda: lo que pasa es que la moneda está en el suelo y solo deja ver una cara: la vida, es lo único que tenemos sobre lo que reflexionar aunque a veces no la entendamos y la otra cara está pegada al suelo y no la vemos y es la muerte de la que no sabemos nada hasta que morimos y cuando morimos quizás tampoco sepamos nada de esa cara de la moneda porque en vida no la podemos levantar del suelo. La muerte es un misterio desde que tenemos uso de razón pero no podemos conocer nada en vida sobre ella. Solo vemos en los demás muertos que se quedan fríos, sin sentidos que los ayuden y que ya no mueven su cuerpo para nada. La muerte es un misterio, el mayor de todos y haríamos mal si en nuestra vida no reflexionamos un poco sobre la muerte para tratar de organizar con ese sentimiento o reflexión, nuestra vida.

Aunque la muerte sea la cara que está sobre el suelo y no la veamos es algo que nunca deseamos, aunque no sabemos si es mala o es buena pues no sabemos nada de ella. Pero la calificamos de mala porque nos libra de una cosa que sí conocemos que es la vida, aunque nuestra vida sea penosa. En la relación entre la vida y la muerte siempre es cierto este refrán: es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Lo malo conocido es la vida en la que, aunque estemos penando, nos parece merecedora de que permanezcamos a su lado antes que desear la muerte de la que no sabemos nada más que lo que sabemos por lo que contemplamos en otros muertos: esa quietud inquietante y fría que nos acosa porque el próximo podemos ser nosotros y quedarnos así, inermes y fríos para siempre. Nos aguarda la eternidad a cada uno de nosotros y eso es muy duro de pensar para un ser humano que vive, para el que todo es finito, para el que hay unos plazos que se cumplen: ya llega la boda, ya llega el verano, etc, pero después de muertos ya no hay nada que esperar: todo es infinito y eso da mucho miedo, más que cualquier monstruo que inventen los directores de cine.

Cuando una persona se va a morir, crea una angustia en todos aquellos que le conocieron, una angustia que luego conduce a un duelo cuando esta persona muere y solo después de pasado el duelo, la muerte de esta persona deja de doler y crear angustia. Lo que queda es un recuerdo de esa persona, de todo lo bueno de esa persona. La muerte crea un malestar, una honda depresión en quien tiene que sufrir su muerte y en los de su alrededor. A no ser que la muerte de ese ser querido se desee en vez de doler.

Al padre de mi novia le dieron dos meses de vida por un cáncer de próstata. Ni mi novia ni su madre quisieron llevarle ni al hospital ni a una residencia. Quisieron tenerle en casa. Mi novia y yo decidimos no irnos de vacaciones. Yo iba todas las tardes a ver al viejo, que ya tenía 84 años. Yo salía deprimido de estas visitas y de las reflexiones tristes que hacía mi novia cada dos por tres. Mi novia quería mucho a su padre y fue envolviendo toda su vida con recuerdos de su padre y alusiones a su padre que moría. Todo este cansancio de recordar la bondad de su padre me fue minando y yo acababa con depresión todas las tardes. Mi novia estaba en un estado de confusión mental porque no aceptaba que su padre se moría y yo acababa mal por aguantar la visión del padre deteriorado y la de mi novia filosófica y triste.

Los cuidados que debían dar al padre sentenciado a muerte serían cada vez más complejos pues el cáncer avanzaría. Pelearían la madre y la hija por el cuidado del padre y yo estaría en medio como un tonto, tragándome las disputas de una y de otra. La madre pensaría una cosa, la hija otra y yo estaría de frontón de la hija que me contaría todas las desavenencias con su madre por el cuidado del padre. O sea, que la muerte de una persona, si no es repentina, si se debe a una larga enfermedad, no crea más que problemas a los de su alrededor.

A veces morimos en vida. Se nos pega al costado una serie de pensamientos tristes que quizás tengan que ver con la muerte pues la muerte es la mayor tristeza que darse pueda. La soledad en que vivimos nuestra vida es muy parecida a la muerte pues la muerte es la soledad de las soledades, cuando estamos solos frente a la eternidad. La tristeza no es más que un barrunto de la muerte, así como la alegría es la certificación de la vida. Cuando se está triste no se desea nada, se está inapetente como los mismos muertos. Si se está alegre, se disfruta de la vida con todos los sentidos, todo lo de la vida nos parece bien, aunque sea poco lo que haya para disfrutar. La tristeza es propio de la muerte, ya que los muertos expresan por sí mismos una tristeza que nos comunican a los vivos.

Aunque si lo pensamos fríamente, como si contempláramos un muerto ajeno a nosotros, ese muerto solo comunica quietud, calma, no tristeza. La tristeza la causan los recuerdos de amor y ternura y las anécdotas que vivimos con ese que ahora es un muerto conocido. Pero el muerto, por sí mismo, no causa más que una idea de quietud y de frialdad y la sensación de que no oye, no ve, etc. Así que, si la muerte física se pareciera a la muerte del alma de la que las religiones han hablado durante siglos, estaríamos en una calma total. Nuestra alma o aquello que nos perviviera tras nuestra vida sería un estado de paz absoluto y deseable, por qué no decirlo, después de vivir lo que nos ha tocado.

Los que juegan con su vida y con la de los demás, no merecen nuestra compasión. No digo yo que merecieran la muerte pues ya digo que soy contrario a quitar la vida a nadie pues nadie es dueño de nadie ni de la vida de nadie, pero esas personas que son banales con la vida, que no la aprecian para nada y que incluso la ponen en riesgo, ya que es el mayor don que recibimos en este mundo, son los más despreciables de los mortales.

Y, por el contrario, aquellos que sufren los rigores de esta vida de modo más fuerte y no tienen a nadie en el mundo y ellos solos han salido adelante y están en la calle pidiendo y aún así, aprecian sus vidas y desean vivir la vida que llevan de rigor y de necesidad, son en los que más debemos fijarnos pues nos están dando un ejemplo sublime de saber vivir porque son capaces de mantener la dignidad de la vida que les dio Dios en pie de modo valiente y sabio. Y no tienen nada.

No he hablado de la guerra. Se ha hablado mucho de ella. Ha habido dos guerras mundiales y el mundo siempre ha estado en guerra. Siempre. Al soldado que le toca la guerra, ve la muerte tan cerca que ya no se recupera o muere en ella. La guerra es el apocalipsis que crea el hombre antes de que lo prepare Dios. Mueren por millones. Hambre, torturas, violaciones, robos. Se le quita al hombre la dignidad antes de la vida por el hecho de la declaración de un guerra. La mentira prepara la guerra. Las ideologías fanáticas y los intereses económicos de poderes fuertes crean la guerra. Y el resultado son miles o millones de muertes. Esas muertes yacen, se recuerdan pero las traga el mar, una bomba. No quedan restos. Las dictaduras hacen desaparecer gente. El gulag. Las SS. Son muertes desconocidas, siniestras. Ojalá no haya más guerras. Amén.

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