Ayer fui a Madrid con mi hermano y lo pasé bien paseando por las calles. Estuvimos cerca de la glorieta de Quevedo, lugar por el que pasa mucha gente diversa. A lo mejor es a causa de la diversidad de las gentes que veo por lo que me lo paso bien en Madrid. Es como si mi espíritu se esponjara o se hiciera más ligero al ver tanta gente quizás como yo, peor que yo o mejor que yo instaladas en la vida. Y así, juzgando por el aspecto de la gente que veo pasar, se me pasa el rato amablemente porque me gusta mucho observar a las personas. También me gustó mucho hablar con mi hermano mientras andábamos, coincidiendo y sacando a relucir ideas que yo no pensaba que mi hermano pensaba. La diversidad de gentes también hace aflorar comentarios la mar de entretenidos y útiles, además de recuerdos, vivencias pasadas que surgen al ver una cosa novedosa, al recapacitar sobre algún asunto llevados por la visión de algo o de alguien, una crítica, un refrán que se cruza en la conversación como si fuera la clave del buen vivir o lo más razonable que tendría que ocurrir en el mundo para que este fuera justo y no como lo es. Aunque siempre derivamos los dos en que las cosas que ocurren es que tienen que ocurrir y nadie es quien para que no ocurran. Hay mendigos en nuestro camino, chicas guapas, señores trajeados, parejas enamoradas, despistados, enfermos mentales, gordos cuyo problema precisamente es su gordura, revolucionarios de camisetas gritonas que no hacen la revolución quizás porque no existe ya tal posibilidad; siempre, en Madrid, te encuentras todos los tipos posibles, del oficinista al empollón, del pasota al niño pijo, todos con su uniforme que salta a la vista, todos haciendo su papel. Comimos, nos tomamos una coca cola hablando de lo que sabemos acerca de los escritores latinoamericanos y cogimos el autobús de vuelta a casa. Un buen día pasado en Madrid.
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