Entra uno en el país de los ciegos: nadie ni ve ni nota nada, todo les parece normal. No sufren porque no ven la realidad que les rodea. Simplemente viven al último minuto, como si les faltara tiempo. Que hay que ir al Polo Norte de vacaciones pues se va, qué coño, que la vida son dos días. Adonde haya que ir porque no ven nada. Todo lo tienen que sentir: el frío, el calor pero para ponerse siempre a resguardo de los mismos. No ven nada. No ven el futuro que les aguarda, no ven más allá de sus sentidos que tienen que dar fuego a cada rato, espolear como se espolea a un caballo.
Les gusta tocar porque son ciegos. Lo tocan todo, lo prueban todo y todo se lo llevan a casa, a presumir de ello. Así funciona la economía hoy en día, con la virtud de que hacen gala estos ciegos que todo lo compran, todo lo prueban, todo les hace impresión.
Como no ven la tirantez de la vida: mendigos por todas partes que piden para comer, gente que come lentejas tres días seguidos, gente que vive con cuatrocientos euros creen, al estar ciegos, que eso no va con ellos y siguen gastando y dando disfrute a los sentidos menos el de la vista, del que están carentes. Y luego ven, al final de su cuenta corriente que sí, que ya ven por obra y gracia de un milagro económico que les ha devuelto la realidad a manos llenas y ven la miseria en que estaban los demás porque les ha llegado la suya.
Y no es que fueran ciegos, es que no querían ver.
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