Los vencejos (que no las golondrinas que tienen el pecho blanco) andan ya chirriando los cielos como si fueran freidoras. Un refrán de mi madre dice: "buen día si la sartén chía". Mi madre es depositaria de todo un mundo que quedó atrás y mi padre también. Todo lo que vivieron se ha transformado tanto que ya no conocen más que el camino trillado por el tranvía y el vino tinto. Caminan despacio, caminan con calma, con el presente por montera. Ya nada les asusta ni sorprende de tanta sorpresa y miedo que hayan podido pasar en el pasado. Pero bueno, ellos me llenan de satisfacción cuando los visito y también hablo con Sara, la cuidadora. El tiempo hace que nos recluyamos en casa, el sol pega fuerte, las horas del día centrales nos asustan. La pena va por dentro como cuando me encierro en casa. La pena ya va mutando en indiferencia por aquellos que me muestran indiferencia hacia mí. La gente, aunque sea cercana, puede ser muy lejana en el espacio y en el espíritu. La indiferencia será mi marca con ellos, la indiferencia mía pagará la suya.
Si no los ves, no existen.
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