Al ver tanta gente desconocida en Gijón y en tanta abundancia a mí me entró una sensación extraña precisamente sobre la gente: me parecía una especie de epidemia. Tuve un sentimiento sobre la humanidad durante un tiempo en que asimilaba la población de seres humanos a las cucarachas, a una especie de bichos que se reproducen sin cesar. Ninguna persona me decía nada; quiero decir que las personas me parecían de carne solamente, como si no trajeran con ellas ningún tipo de afecto o alma. Luego que llegué al pueblo, este sentimiento menguó y me pareció todo más normal en cuanto al género humano porque ya tuve trato con él, trato concreto. En el pueblo he aprendido a pasar las horas sin hacer absolutamente nada que no sea mirar, descansar de nada, estar sentado o tumbado. A veces me ponía a escribir y la tarde parece que pasaba más rápido. Esto se debía a la despoblación que había en el pueblo. La plaza la habitaban los mismos viejecitos de la mañana a la tarde. He charlado con ellos pero su conversación se repite. He estado solo o con mi hermano y nos lamentábamos de que en el pueblo no había nada. Era verdad. No había ni una persona de nuestra edad con la que intercambiar una conversación. Uno del pueblo me dijo que de cada cinco casas, tres están vacías. Sin embargo, hay niños pero los padres no los he visto. Estarían trabajando. Los fines de semana había algo de movimiento pero a la tarde volvía la monotonía: la población anciana otra vez.
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