Estaba desayunando en Atocha, dispuesto a montarse en el AVE y llegar a la estación de Córdoba en apenas dos horas. Había madrugado ese día miércoles pues los miércoles se los dedicaba a sí mismo. Sólo viajaba con un cuaderno y unos euros para comer. En el camino, sentado confortablemente, pensaba en los poemas y las líneas que iba a escribir. Al llegar a la estación de Córdoba cruzaba una explanada y se internaba en el parque lleno de naranjos que hay allí. Se sentaba y abría el cuaderno impoluto.
Después de hacer unas poesías y unas pequeñas historias llenas de imaginación a las que en último término ponía título, iba a dar una vuelta por la llamada judería de Córdoba, admiraba la mezquita por fuera y veía el tránsito de la gente.
Comía siempre en el mismo sitio, el menú del día. Se iba al parque otra vez y se tumbaba en un banco, cual mendigo, a dormitar un rato.
Tomaba el tren de vuelta a eso de las cinco para estar en Madrid a media tarde. Daba otro paseo por Madrid, con su soledad modelada y su cuaderno en la mano.
Luego venía todo. Hasta el miércoles siguiente.
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