Era ya el viernes por la noche y el hombre seguía escribiendo. Una taza de café le acompañaba en su labor. La tarde había pasado y había pasado el trino de los pájaros, el verdor de los árboles fuera de la ventana y el cielo azul, del que no quedaba ya rastro alguno.
Era ya viernes por la noche y el hombre apuró su décimo sexta taza de café, ya frío. Por la ventana se colaba un frescor de primavera, un olor tibio de noche que empezaba y un manto de estrellas a través del ramaje oscuro de los árboles. El hombre estaba empeñado en aquello que escribía de un modo lacerante, intenso y devoto. El hombre se levantó a encender una luz y notó sus huesos uno tras otro como rebulléndose en el cuerpo quieto de horas. Se desperezó en torno a la habitación y miró el resultado de su escritura afanosa: era bueno.
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