viernes, 14 de junio de 2019

Parece mentira: ayer salí de casa con una chaqueta de entretiempo y no pasé calor. Eran las cuatro de la tarde. Corría un aire fresco y al sol no me achicharré. Es un tiempo primaveral. Mi madre tiene frío dentro de casa y cierto es que en las casas hace fresco casi frío. Esta situación atmosférica yo no me la creía este año por la cantidad de años (unos cuatro o cinco van ya) en que en abril empezaban ya los treinta grados y no los dejábamos sino que los aumentábamos en gran manera en los meses siguientes.
Pero no estoy contento del todo porque no llueve. Debemos invocar al dios de la lluvia como hacían los indios norteamericanos o sacar a San Isidro en andas hasta el Cristo pidiendo agua al cielo.
Llevamos meses y meses sin lluvia. El cielo azul clarísimo y avaro  de líquido elemento es una constante que se cumple como un martillo pilón: pum, pum, pum. Todo el día esa claridad seca en el cielo. Todos los días de Dios. Con lo bonito que sería un par de semanas con una lluvia mediana en el grosor de las gotas y continua: un día, otro día, otro día lloviendo; así hasta completar un par o tres de semanas en casa, viendo llover.

O una nevada blanca y oscura a la vez. O tormentas que empezaran a mediodía, sin muchos rayos y truenos y sí el bendito aguacero que cayera hasta las siete de la tarde. Así todo lo que queda de mes de junio. Que tiene que llover, como decía la canción.


Cómo me alegraría abrir el paraguas y sentir el repiqueteo del agua encima justo de mi cabeza por las calles y no ver gente en ellas ni niños, ni perros, ni ancianos. Sentir el agua fluir por los lados de mis botas mientras ando, sentir el frescor del agua.
Rebosarían los pantanos, habría una floración nueva, brotarían las hojas verdes de las hierbas y plantas. El suelo dejaría de pedir clemencia al cielo inclemente.
Y qué bien todo lleno de regueros, de ríos que se desbordaran, de pinos goteantes, de primores de flores e insectos. A lo mejor yo podría contemplar de una puta vez a los saltamontes y a las ranas, asfixiados de tanta sequedad y calor inmundo.

Miro el horizonte, allá en la sierra de Guadarrama y me gustaría ver venir un aluvión de nubes blancas que se juntaran y se volvieran negras y luego de un grisáceo preñado y luego desaguaran como desaguaron en el Diluvio, obra de Dios. Así sea por unas semanas.

Ojalá que llueva agua en el campo y las ciudades. Dejaría un rastro de beatitud nueva en los hombres, dejaría un rastro de cristal muy bonito y las larvas enterradas saldrían sin miedo a contemplar un nuevo mundo húmedo, rico y feliz.

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