Ya me pasó la otra vez que cuidé de mi hermano cuando tuvo una crisis, allá por semana santa de 2018, que me sentí muy seguro de mí mismo quizás por haber superado una prueba difícil. La verdad es que es difícil cuidar a un enfermo mental: tiene ideas raras y puede tomarla con uno. Después de haberle cuidado me sentía muy orgulloso de mí mismo y me sentía muy liberado y me sentía muy importante y sentía que había pasado por una experiencia por la que no pasa mucha gente. Quizás me sentía especial por todo lo que me había pasado.
Entonces, esta vez fue igual: yo estaba exultante de mí mismo cuando ya mi hermano podía estar solo sin peligro de que hiciese alguna cosa rara. Pero todo pasa y después de esos días de plenitud personal, ha venido una murria, una tristeza y una caer del caballo de donde estaba subido.
Y ahora la vida ya no tiene nada de especial. Más bien al contrario. Yo veo gente que está en una onda de alegría y de pasarlo bien porque no tienen torturas mentales ni cambios de humor bruscos como yo tengo y así me va. Envidio a aquellos que no tienen cambios emocionales fuertes de la alegría o el equilibrio personal a la melancolía como tengo yo por culpa de esta enfermedad asquerosa que hace que pases dos semanas muy seguro de ti y luego estés un mes lloriqueando internamente por culpa de la tristeza que se te cuela en el alma.
Mi hermano es distinto: ni rie ni llora pero es insensible a todo.
Con una cosa o con otra hay que vivir pero no es lo mismo que esa persona que tiene el cerebro bien.
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