Hay mucho romanticismo con esto del otoño. Un romanticismo que explotan los anunciantes en televisión y nos lo venden de matute para que comamos setas o hagamos el amor bajo un olmo mientras se caen las hojas amarillas del pobre árbol que no tiene la culpa de nada. En la tele, continuamente, constantemente, permanentemente, sale una imagen de copas de árbol de mil colores y una hoja que cae, cómo no, encima de un libro de un gilipollas que está sentado en un banco del parque o del bosque y está inspiradísimo en la lectura de tal libro de modo que el otoño y la cultura y la imaginación y y el otoño otra vez se funden en un momento histórico de plenitud total. Sin embargo, nos cambian la hora y hay depresiones e insomnios por tal cambio absurdo que deja las tiendas vacías porque anochece a las seis y hay un comité de expertos que se he reunido en no sé qué sitio para no decir nada para que sigan cambiando la hora porque nadie se pone de acuerdo para racionalizar este disparate del huso horario. Como nos fiemos de los políticos, que no se ponen de acuerdo al sumar dos y dos, para que el huso horario cambie, vamos de culo.
De todas maneras, introduzcámonos en el otoño, en esa época en que las hojas caen infinitamente, durante todo el día y toda la noche y salen las setas también de manera continua y benefactora para que el ser humano alcance la felicidad y con la felicidad compre y compre en todos los establecimientos del mundo hasta que se le agote todo el dinero y luego se vaya a la ruina como ya ha ido en una ocasión o dos o tres. Viva el otoño, el melancólico otoño, el romántico otoño, el asqueroso otoño.
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