Reflexión sobre la muerte.
Todo en esta vida tiene una duración.
Lo que más dura siempre acaba. Y quizás, lo que más dure, porque nunca empezó, es
Dios. Dicen que Dios es amor, pero también se manifiesta como una fuerza de la
justicia, la justicia divina. El amor y su representación en palabras quizás
también sea muy duradero y por eso los enamorados sueñan con que su amor sea
eterno. Pero, ¿qué es Dios, del que decimos “engendrado, no creado, de la misma
naturaleza del Padre por quien todo fue hecho”? Las letanías repiten verdades
de las que no se duda o en las que se cree con fuerza. Las letanías se repiten
a lo largo de siglos o se han repetido siempre con la misma idea en la cabeza
cuando se verbalizaban: hay algo superior a nosotros que nos sobreexiste y que
nos sobreexistirá por siempre.
Otra cuestión es si nosotros, de
alguna manera, sobreexistiremos a nuestra manera, o sea, resucitando después de
muertos, venciendo a nuestra propia muerte. Eso nadie lo sabe o solo lo sepa Dios,
pero no nos lo ha comunicado de manera clara o sí nos lo ha comunicado, pero no
queremos creerlo porque estamos apegados a la realidad más inmediata que nos
circunda como humanos que somos. Todo ser humano se ha preguntado por la muerte
un montón de veces a lo largo de su vida. No se responde nada del lado de allá,
todo son elucubraciones, todo es una masa informe y oscura donde no nos podemos
imaginar ni nuestro propio cuerpo muerto por el pudor que nos da nuestra propia
muerte. Es como hacer nuestras necesidades. Es un pudor parecido. Un día le
dije a mi novia que si tenía miedo de la muerte pensara en cagar, que lo
tenemos que hacer todos los días. Sólo nos morimos una vez, pero lo tenemos que
hacer a la fuerza, como hacemos cuando cagamos. No le reportó ningún consuelo,
pero las ideas se congenian siempre cuando son parecidas o algo parecidas.
Quevedo y otros muchos que
escribieron sonetos a la muerte dijeron que morir no es castigo, es ley. Ley
severa, pues nadie quiere morir. ¿Nadie quiere morir? Se da el caso de los
místicos que morían porque no morían por la esperanza que tenían de que, al
morir, se encontrarían con el Amado; esto es, Dios. Se puede dar el caso de
personas que acepten su muerte venidera muchos años antes de morir. Esta
aceptación de la muerte se asocia con posturas ascéticas o religiosas de retiro
espiritual, de retiro del mundo. Yo creo que cuando uno más se cultiva
interiormente, menos ajena le es la muerte y sus posibles consecuencias: la
eternidad, el no existir, la nada.
Da miedo pensar que cuando morimos
nos espera una eternidad en la que dejamos de existir, pero es que en el
instante en que morimos ya no somos conscientes de nada. Detrás de la muerte,
cuando cae el telón, ya no estamos; por lo tanto, no debemos tener miedo a un
accidente que no vamos a vivir. Dice un proverbio: si no sabemos nada de la
vida, ¿qué vamos a saber de la muerte? Y es muy cierto. Andamos ciegos en la
vida los seres humanos porque a menudo se nos vuelve incomprensible. No creo
que sepamos más de un hecho o un mundo, el de la muerte, del que nadie ha
vuelto, del que nadie sabe nada. En realidad, solo sabemos de la rigidez de los
muertos. Solo sabemos de la muerte a través de los cuerpos que se quedan mudos,
inertes y sin ningún sentido que les socorra. Ese es el contacto que tenemos de
la muerte mientras vivimos: el de los muertos, pues nuestra propia muerte ni la
viviremos.
Polvo serán, mas polvo enamorado. Me
cuesta creer en un amor que dure más que la muerte. La muerte dura eternamente
y el amor como tal solo se da en vida, aunque hay personas tan enamoradas de su
amor muerto que pronto se van a la tumba con él de pura tristeza de haberlo
perdido. La muerte es, por lo tanto, una pérdida. Porque querríamos que el
muerto hubiera seguido viviendo a nuestro lado un poco más.
El otro día estábamos reunidos una
serie de personas con inquietudes parecidas hablando de estos temas: del
universo, de las partículas subatómicas, etc. Una de ellas dijo que había
cursado tres años de teología porque quería dar una explicación al hecho de
morirse uno. Otra persona le dijo que nos morimos para dejar espacio a los que
vienen detrás de nosotros. Es una explicación materialista, nada trascendental,
pero de una lógica aplastante. Tenemos que nacer mortales; si no, no cabríamos
en este mundo limitado. Morirse, pues, podría ser considerado un acto de
generosidad para con los demás, el último acto de generosidad que hacemos en la
vida, aunque se hayan hecho pocos a lo largo de ella: donamos espacio, un lugar
para otros que ya han nacido. Así de simple. Cuando morimos dejamos de ocupar
unos espacios que ahora serán para otros. Dejamos sitio, dejamos cargos,
dejamos puestos de trabajo, dejamos huecos que antes eran ocupados por
nosotros.
Otro modo de pensar es haber hecho lo
suficiente antes de morirnos. Es una idea clave. Vivimos para algo y morimos
para nada, de ahí esa idea de haber hecho muchas cosas provechosas para el
mundo o para las personas que hemos conocido: dejar poso, dejar este mundo
mejor del que lo abandonamos y ya de paso, dejar una digna memoria de nosotros.
Aquellos que han levantado un imperio con sus manos quieren verlo en pie cuando
se mueren. Yo pienso a menudo: ¨¿Y aquellos que no han destacado en nada
visible en esta vida?” “¿Son los más queridos de Dios?” “¿Y aquellos otros que
no han venido más que a sufrir y no han levantado cabeza en vida, siempre
mendigando su propia vida?” “¿Se van sin haber hecho lo suficiente a ojos de
los humanos porque han tenido que vivir simplemente subsistiendo?” “¿Qué
memoria dejan estas personas, si es que alguien se acuerda de ellos?”
La vida es un misterio o un desatino.
De todas formas, la vida no nos arroja más que interrogantes; tantos, como la
muerte.
La pregunta sería: ¿a qué hemos
venido al mundo? Mi respuesta es: cada uno a una cosa distinta y todos a la
misma: a ser felices, aunque nos cueste creerlo. El ser humano busca la
felicidad de todos los modos posibles, sueña con la felicidad, monta castillos
en el aire para aspirar a un puñado de felicidad y desea la felicidad por
encima de todas las cosas. Desde pequeño se va fabricando uno su propia
felicidad.
Pero la felicidad cuesta. No viene
dada. Y cada uno se fabrica su felicidad según sus gustos. Lo importante es que
en la búsqueda de la felicidad de cada uno no choquemos con los demás. Hay
gente a la que le hace feliz la muerte de otros quizás porque los cree
adversarios para conseguir su felicidad. Estos deseos macabros se dan mucho en
la esfera del poder y llega a haber muertos que han ejercido poder que tienen
tras sus espaldas millones de muertos. Son los dictadores, esa lacra del siglo
XX principalmente cuya muerte provoca muchas más muertes y cuya vida política
apesta a muerte.
Pero volvamos a la felicidad y a la
relación que tiene con la muerte. ¿Para un hombre que ha vivido una vida feliz
es más indeseable la muerte que para otro de una vida infeliz? Para vivir una
vida feliz hay que desarrollar mucha inteligencia y esa misma inteligencia acoge
la muerte como un acontecer más en la vida. Una vida infeliz y triste también
puede acoger la muerte como la solución final a tanta desdicha. De todos modos,
la vida feliz tampoco está exenta de dificultades y exigencias y sufrimientos,
pero se saben sobrellevar con entereza. Los que realmente no saben soportar la
muerte son los que tienen un modo panoli de interpretación de la vida, que se
han quejado de todo en esta vida, que han tenido de todo, que no han hecho
esfuerzos para conseguir cualquier cosa en esta vida: Para estos, la muerte es
la mayor desgracia del mundo porque se les arroja de un paraíso donde todo les
era gratuito.
A mí siempre me ha llamado la
atención una expresión que es “saborear la muerte”. ¿Cómo se saborea la muerte
en vida? ¿A través de la muerte de otros o a través de la propia experiencia?
¿Se saborea la muerte cuando nos libramos de morir en un accidente de tráfico?
¿Cómo reaccionamos cuando saboreamos la muerte? A mí nunca me gustaría saborear
la muerte, me gustaría morirme sin haberla saboreado. Porque seguro sabe muy
mal.
En las películas de Hollywood, la
muerte es de pacotilla. Muere muchísima gente de modo casi hilarante, menos el
héroe, que para mí no deja de ser otro fantoche para cubrir idealismos de
idiotas fanáticos. La muerte es muy seria y no debería banalizarse como hacen
estas películas que crean patrones de conducta en esos idiotas fanáticos. Matar
es un asunto muy serio como lo es la muerte y tampoco deberían constituir la
primera escena de las novelas de terror o las llamadas negras, en las que las
muertes que aparecen también me parecen un poco de cartón. O de papel. Muertes
de papel para pasar el rato. Pero me gustaría eso: que la cultura no banalizara
la muerte, sino que la dotara de la necesaria solemnidad.
El derecho a la vida es el primero
que hay que proteger. Revistamos de transcendencia la vida y no otros asuntos baladís
en nuestra época de anomia colectiva y ya veremos cómo con la educación en la
vida, no hay tantas absurdas muertes como hay. En nuestra época se desprecia la
vida en una proporción astronómica. La cuestión es: ¿se desprecia la propia
vida o la vida ajena?, ¿se aprovecha el paso por este mundo o se vive en la
banalidad de modo constante? Yo he sido profesor y tenía mi propia teoría sobre
la educación, esa forma de convertirnos en personas adultas y serias: yo
llamaba a esa teoría la del 50% y no solía fallar: en cada aula había la mitad
de alumnos que se esforzaban y la otra mitad que hacían el ganso. Esta teoría
es ruinosa para un sistema educativo. Yo creo que es lo que había cuando yo fui
profesor. La educación también nos enseña a morir a través de las matemáticas y
la literatura, que no quepa duda.
Cuando un hombre procura la muerte a
otro hombre por medio de leyes que le acusan de culpable, está cometiendo un
error. La vida de ninguna persona es de nadie. Está bien que esa persona se
quede encerrada y alejada de la sociedad el tiempo que sea, incluso toda la
vida, pero nadie puede hacerse dueño de su muerte. La vida de los demás a nadie
nos pertenece. Se podrá decir: “ese hombre que espera que lo ejecuten ha matado
x personas” pero la venganza no existe. Existe la vida antes que cualquier otra
cosa, aunque sea la vida de un hombre o una mujer execrable. No me gusta la
pena de muerte y creo que yo no la pediría para alguien que, por ejemplo,
hubiera matado a mi hermano.
Digo esto porque sin vida no hay
muerte. No sabemos por qué casualidad recibimos la vida, pero es una sagrada
casualidad que no comprendemos al igual que la casualidad de la muerte. Algo
que no comprendemos tan siquiera, deberíamos dejarlo como está. Al vivo, vivo y
al muerto, muerto.
Una vez que la muerte nos llega,
también nos va llegando el olvido. Primero con pasitos cortos, pero después el
olvido se hace tan grande que no suena ya nuestro nombre en el mundo así que
pasan unos cuantos años. Todo el mundo tiene miedo a la muerte y al olvido de
nosotros que trae. Mientras vivimos hay una esperanza rondándonos y dando brío
a nuestra existencia como diciendo: “sigue, sigue, lucha por vivir, aunque lo
pases mal, aunque vivas en la calle, aunque tu enfermedad sea irreversible,
aunque nadie te quiera ni te haga caso.” La vida es un regalo y nadie quiere
que se rompa ese regalo, aunque esté muy estropeado, aunque ese regalo ya no
sea tan atractivo. Alguien nos lo ha dado y queremos conservarlo. A veces hay
que ser muy fuerte para seguir viviendo, pero el miedo a lo otro; esto es, a la
muerte, nos hace aferrarnos a lo que conocemos y no desear lo desconocido, ese
frío misterioso que nos paraliza el cuerpo y nos deja quietos para la eternidad
y el olvido.
Parece ser que la única finalidad de
la muerte es acabar con la vida, con nuestras vidas. Así se ve a simple vista.
Yo, cuando he llegado a ver un muerto, siempre en situaciones convencionales;
esto es, en un tanatorio o en una cama, me da la sensación primera de que ese
cuerpo no está allí ya, ya no pertenece al mundo. Es carne, carne muerta. Mi
madre me dijo que pasara a ver el cuerpo muerto de mi abuela porque decían que
así se les pasaba el miedo a la muerte a los niños. Yo ya no era un niño. Tenía
veinte años cuando vi a mi abuela muerta. No recuerdo muy bien qué sentí, pero
algo así como la ausencia de mi abuela, la ausencia definitiva de mi abuela. Ya
era solo carne. Como a mí me es difícil creer en Dios, me será también difícil
creer que cuando alguien muere se va con Él. Yo solo veo carne en los muertos.
Una expresión quieta y fría e inexpresiva. Allí no hay nada que vaya a ningún
lado. Todo se queda aquí, en este mundo en el que se estuvo. Esa es la primera
impresión, digo. Y para mí la última. Por eso, antes de que yo me muera he de
dejar algo hecho en este mundo que me recuerde. No sé. Algo artístico, algo beneficioso
para los demás. No sé. Pero algo.
La muerte es muy destructora. Nos
priva de los demás. Mis padres quedaron huérfanos de padre muy pronto. Es algo
que tienen en común. Creo que de ahí surge la idea de unión familiar que tienen
tan fuerte y el deseo que han tenido de salir adelante como sea, aunque los dos
son analfabetos prácticamente. Cuando la muerte priva a alguien de una figura
tan importante como la figura paterna, viene una pena profunda que luego sirve
de espuela para sobrevivir como sea, quizás para reemplazar en sus personas a
esa figura muerta y son los huérfanos, si no decaen en crisis nerviosas o
emocionales, personas hiperresponsables con sus vidas y las vidas de los demás.
Así lo han demostrado mis padres a lo largo de sus vidas porque yo y mi hermano
gemelo hemos tenido unos problemas graves de salud y allí han estado siempre,
responsabilizándose al máximo de nuestra curación pese a todas las limitaciones
culturales y sociales que hayan tenido. Han hecho lo indecible por nosotros.
Cuando mueres, ya no haces más en la
vida. Te podrán honrar con nombres de calles o con estatuas o con mil actos de recuerdo,
pero ya no vales nada. Hay grandes hombres que serán recordados toda la vida
por haber hecho una renuncia de sus vidas en pro de una nación, una idea, el
progreso, en suma. Estos hombres perduran en la memoria de hombres venideros
como ejemplos de sacrificio y honor. Son ejemplos. Pero están muertos. Pongo
como ejemplo a Abraham Lincoln. Lo que representa este hombre para los EEUU
debería pervivir para siempre en ese país. Fue un modelo de político y nunca
morirá en el recuerdo de esa nación, además de ser extrapolable su ejemplo a
otros modelos políticos. Los actos de ese hombre en vida le mantiene vivo hoy
en día.
A mí, por ejemplo, el modo de ser de
mis padres permanecerá siempre en mi memoria. Considero que mis padres se han
comportado siempre del mejor modo conmigo. Así como una figura política vela
desde el recuerdo a toda una nación, los padres velan por los hijos en su
recuerdo, después de muertos, cuando estos se han comportado bien con los hijos
y les han ayudado y les han aconsejado bien. Los padres que han sido un ejemplo
de virtud para sus hijos tienen el don de no morir nunca en ellos. Siempre son
recordados en los momentos difíciles y emulados en los pasos que dieron ellos
cuando la situación no fue la mejor. Y se convierten en patrones de
comportamiento y rectitud en la vida.
Puede haber otros ejemplos en la vida
que realmente son un contraejemplo: o sea, al morir dejan una estela de
decepción porque no han hecho otra cosa que ir por el camino equivocado.
Incluso ese camino equivocado les ha provocado la muerte. Pero también sirven
como ejemplo de conducta a evitar y así sirven a los vivos. Una persona que se
ha consumido en vicios que le han llevado a la tumba es acicate para perseguir
la pureza entre los vivos y que las personas queridas o conocidas se alejen de
vicios que trajeron la mala salud y la muerte a ese conocido o familiar. Un
ejemplo muy claro lo constituyen los fumadores empedernidos o los alcohólicos o
los que ambas cosas consumían de modo excesivo: son modelos que sirven para la
depuración de los vivos que los trataron o conocieron, son espejos en los que
mirarse que devuelven una imagen a la que no queremos llegar.
Pues esos muertos suelen quemarse
pronto y morir pronto también ya que muchos han sido sus vicios desde una
temprana edad y vivían para esos vicios y ya no los podían dejar ni por muchos
intentos que hicieran. Sabemos de gente que ha tenido que cambiarse la
dentadura entera por el tabaco, que han tenido desarreglos en el cuerpo por la
bebida, que les han tenido que operar de la laringe por el tabaco. Y los vivos
sabemos que debemos huir de eso. Y aprendemos, si no somos tontos, de ese contraejemplo,
de esa vida equivocada dedicada a uno o dos vicios destructores. No nos metemos
en la catadura moral de esos viciosos, que quizás eran ejemplos de rectitud,
sino que además, por ser personas buenas que mueren por la debilidad de un
vicio matador, más lo sentimos por ello, pues eran personas valiosas en todos
los aspectos de la vida: eran inteligentes, habían trabajado como el que más y
a los 55 o 60 años se fueron para no volver más, dejándonos patente el poder de
esos venenos a los que estaban ligados de forma esclava, de forma que ya los
acompañó a la tumba un día que su cuerpo no daba para más pues se envenenó del
todo. Por eso en esta vida hay que guardar un equilibrio entre nuestra alma y
nuestro cuerpo y darle a cada uno de ellos lo que necesita. Al cuerpo, salud y
al alma, paz.
Pero hay que recordar a aquellos que
murieron de un vicio por sus virtudes, que sin duda las tuvieron y no por el
vicio que los mató.
En este sentido, hay una idea muy
común que es la de llegar a viejo. Todo el mundo pretende adquirir cuantos años
sean posibles a lo largo de la vida porque quizás es un síntoma de haber vivido
bien, acorde con la naturaleza que nos dio Dios. No sé si Dios pretende de
nosotros que vivamos muchos años, pero nosotros sí lo pretendemos pues es la
señal de que hemos sabido vivir y de que hemos perdurado en la vida a pesar de
los sinsabores con que esta castiga a los mortales. Para ello, hay que dejar de
fumar antes de que el tabaco acabe con nosotros y hay que dejar ciertos vicios
que no nos traen más que la ruina del cuerpo y del alma. El exceso de alcohol
nos trae un humor resentido e irritable con los demás. El tabaco nos llena el
cuerpo de cáncer y nos va asfixiando en vida, aunque sea con un ritmo amable,
de aparente disfrute de un humo social y de fiesta, como el alcohol, que se
asocia a momentos alegres hasta que empieza a formar parte siniestra de una
dependencia atroz e individual.
Morir viejo, por lo tanto, es morir
sabiamente. Y morir pronto por efecto de los vicios, es no haber sabido parar a
tiempo esa dependencia que nos mataba. Aunque a veces intuimos que esa
dependencia es ya como un torrente en la vida del dependiente que ya no va a
parar hasta su muerte.
Demos cosas buenas al cuerpo y al
alma y llegaremos a viejos. Demos buenos alimentos, pero con mesura, al cuerpo
y demos paz y tranquilidad al alma. Hay un dicho que es “se muere de envidia”.
Es una exageración. Nadie muere de envidia. Pero una envidia prolongada en el
tiempo puede ser dañina para el alma y para el cuerpo pues nos puede provocar
malas digestiones y a no poder disfrutar de lo que tenemos delante por querer
ser otra cosa que no está a nuestro alcance. La envidia prolongada no nos deja
disfrutar de nosotros mismos, de nuestras propias virtudes, que las tenemos,
por añorar las virtudes de otros.
El alma también tiene sus vicios, sus
alimentos y sus venenos. La ira, la lujuria, la envidia, la codicia puede
acabar con nosotros en un instante o hacer de nuestra vida un calvario. El
soberbio que va avasallando a sus semejantes algún día acaba, como acabaron los
reyes tiranos o soberbios en la antigüedad, con sus huesos en el suelo. Todo
aquel que se ciegue en una pasión se estropea y va llenando de vicio su alma y
va haciéndose indeseable. Se va acercando a la muerte de un modo u otro el que
anida en su pecho un pecado de los llamados capitales. Me da igual que en estas
épocas modernas que vivimos esos pecados se ignoren o se relativicen de tal
modo que parezca que no existen. Sí existen. Siguen existiendo y nos acercan a
la muerte corporal y espiritual, nos matan. Nos matamos nosotros mismos con
ellos dentro haciendo de las suyas. El envidioso no vive la vida plena; tampoco
el lujurioso ni el soberbio ni el codicioso. Son muertos en vida pues la pasión
les consume la energía de vivir ellos mismos, son instrumento de esa pasión que
se van consumiendo y perdiendo en vida. Y son repudiados por la sociedad que los
ve podridos por dentro y lo podrido es parecido a lo muerto.
Las pasiones, pues, pudren a la
persona y no la dejan vivir. Nadie quiere vivir al lado de un soberbio o
envidioso o lujurioso porque nos complica la vida de modo alarmante. Crean
problema tras problema estos seres pasionales, pecaminosos y nos pueden provocar
la muerte porque donde está el pecado, está el vicio para alimentarlo y un
soberbio hasta arriba de coca puede ser peligrosísimo y donde está el pecado y
el vicio está el demonio y la muerte en última instancia. La de los pecaminosos
o la de sus víctimas o la de los que están a su lado por diversas
circunstancias. Por lo tanto, huyamos del pecado y del que lo practica hasta
que se arrepienta. O ayudémosles si sabemos ayudarlos.
Otra cosa que trae la muerte es tan
evidente que casi no hace falta decirlo: nos sustrae de las cosas de la vida:
los muertos no comen, no disfrutan de la amistad como tal; o, bueno, pueden
disfrutar de una amistad póstuma que haga beneficiarse a hijos o allegados;
esto es: un hombre quería tanto a otro que se ha muerto que ese amor le lleva a
ayudar o beneficiar a sus allegados. Pero los muertos no son amigos de nadie
ya, eso creo. No pueden serlo como tal. Pero tampoco sufren las cosas malas de
la vida: la angustia, la depresión, las enfermedades, el dolor, etc.
La muerte es otra dimensión. Habría
que pensar si no es una dimensión inferior a la vida o simplemente la dimensión
que representa la muerte es igual a la nada. La muerte es nada, es un mero
recuerdo que se borra, pero el recuerdo no es inherente a la muerte. El
recuerdo se crea después de muerto pero la nada es anterior al recuerdo. Lo que
es propio de la muerte es la nada, quizás. ¿Y cómo nos enfrentamos a la nada
los seres humanos? Pues afrontando nuestra vida haciéndola la más útil y bella
y necesaria posible. Luego, a lo mejor la nada de la muerte no nos llegue a asustar,
sino que la aceptamos como parte de esa vida que acaba. Es como cuando nos
comemos un helado: hay que disfrutar todo lo posible del helado, no pensar que
se va a acabar. Todo se acaba, como dije al principio de esta reflexión.
Imaginemos que una mendiga vive para ella y para otro mendigo al que cuida: ha
hecho de su vida una necesidad para su amigo el mendigo. Ha hecho de su vida
algo bello pues es bello cuidar de los demás y es útil su vida. Así con las
enfermeras, con los médicos, los que se hacen necesarios en esta vida para los
demás. Alguien que ha venido a consumir, a agotar placeres en esta vida no me
parece ni útil, ni necesario ni su acción me parece bella. Es un torpe. No sabe
vivir la vida y morirá como los gorrinos que engordan y engordan. Solo habrá
conocido el placer, no el sentido último y verdadero de la vida.
Otra cuestión a tratar en esto de la
muerte, es que la vida, según va pasando, nos prepara para la muerte. Cuando
somos niños no tenemos conciencia de ella para nada. Vivir intensamente es el
objeto de un niño. Pero ya cuando adquirimos una edad, empezamos a tener
conciencia de la muerte y eso nos asquea y a la vez nos prepara. Quizás a los
13 o 14 años ya sabemos que vamos a morir. Adquirimos una sensación de muerte
leve, apenas entrevista pero ya nos vale para saber que moriremos. La juventud
es ese estadio de la vida en que bebemos con placer la vida, disfrutamos de
ella con todos nuestros sentidos. Pero llega la edad de la madurez y vuelan los
amigos con los que hacíamos una piña inconsciente; en ella se diluían nuestros
temores y en ella florecían los placeres. Nos quedamos solos a los cuarenta,
años en los que debemos crear una familia, una conciencia de nosotros mismos.
Entonces llega con fuerza la campana de la muerte. Porque ya ha pasado la mitad
de nuestra vida y cuando echamos la vista atrás nos parece un suspiro lo que
hemos vivido y cuando echamos la vista adelante también nos parece un suspiro
lo que nos queda. Es ciertamente angustiante. Es la angustia de los cuarenta. Y
empezamos a pensar en nuestra muerte de modo preocupado. Porque nos empezamos a
hacer viejos. Hay gente que a los cuarenta ya tiene un aspecto de viejo que le
delata, según los vicios con que haya vivido su juventud más temprana y la más
tardía. Pero todos, a los cuarenta, parece que nos ponemos a reflexionar y a
decir: qué hago con mi vida. Y también decimos: me acerco a mi muerte. Y
dependiendo qué parte de esas dos elijamos, así nos comportaremos de los cuarenta
en adelante: pero siempre mirando al frente, porque el tiempo es lineal y no
para y sigue y sigue y casi no nos da tregua para pensar.
Si estuviéramos constantemente
preocupados por nuestra muerte, no podríamos vivir en paz. Por eso vivimos la
vida regidos por lo que nos dicen nuestros sentidos y nuestras ganas de
comunicarnos con los demás. Vemos, oímos, olemos y nos entretenemos en una
cháchara que hace olvidar la muerte, nos la hace inconsciente porque
comunicarnos nos procura una sensación de estar con los demás y nos aliviamos
con otros de la muerte venidera. Nuestro presente nos procura muchos problemas
con los que estar ocupado. Los comunicamos, los intentamos arreglar y así
estamos sumidos en un presente que nos hace matar el tiempo y acercarnos a la
muerte poco a poco, sin darnos cuenta. Por eso es importante estar activo la
mayor parte de nuestra vida, hasta el final de la misma, para no preocuparnos
de la muerte.
La grandísima aventura que es nacer,
la más grande de nuestra vida, se va completando con la otra aventura que nos
aguarda, la más triste de todas, que es el morir. Pero sin la muerte, el
nacimiento no tendría sentido. No dotaríamos de sentido el hecho de ir
cumpliendo años si no supiéramos que vamos a morir. Por eso, la muerte es como
otra aventura que tenemos en el futuro más lejano o más cercano, según nos
acerquemos a ella por la edad, que nos da consistencia en nuestro presente. La
muerte nos llena de preguntas la vida: nos va preguntando: ¿qué estoy haciendo
yo con mi vida? ¿merece la pena mi vida?, etc. y estas preguntas sirven de
espoleta para intentar que nuestra vida sea digna de ser vivida antes de morir.
Es la conciencia de dignidad que tenemos como seres humanos la que nos hace
pensar: yo tengo que vivir una vida digna y para ello he de esforzarme en criar
unos hijos, escribir un libro o hacer todo aquello que aporte valor a nuestra
vida antes de que llegue su final.
La muerte tiene mucho de filosofía
para nuestra vida. Por más analfabeto y basto de sentimientos que sea el ser
humano, siempre, siempre se pregunta por su muerte y su vida en dos caras que
conforman la misma moneda: lo que pasa es que la moneda está en el suelo y solo
deja ver una cara: la vida, es lo único que tenemos sobre lo que reflexionar
aunque a veces no la entendamos y la otra cara está pegada al suelo y no la
vemos y es la muerte de la que no sabemos nada hasta que morimos y cuando
morimos quizás tampoco sepamos nada de esa cara de la moneda porque en vida no
la podemos levantar del suelo. La muerte es un misterio desde que tenemos uso
de razón pero no podemos conocer nada en vida sobre ella. Solo vemos en los
demás muertos que se quedan fríos, sin sentidos que los ayuden y que ya no
mueven su cuerpo para nada. La muerte es un misterio, el mayor de todos y
haríamos mal si en nuestra vida no reflexionamos un poco sobre la muerte para
tratar de organizar con ese sentimiento o reflexión, nuestra vida.
Aunque la muerte sea la cara que está
sobre el suelo y no la veamos es algo que nunca deseamos, aunque no sabemos si
es mala o es buena pues no sabemos nada de ella. Pero la calificamos de mala
porque nos libra de una cosa que sí conocemos que es la vida, aunque nuestra
vida sea penosa. En la relación entre la vida y la muerte siempre es cierto
este refrán: es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Lo malo
conocido es la vida en la que, aunque estemos penando, nos parece merecedora de
que permanezcamos a su lado antes que desear la muerte de la que no sabemos
nada más que lo que sabemos por lo que contemplamos en otros muertos: esa
quietud inquietante y fría que nos acosa porque el próximo podemos ser nosotros
y quedarnos así, inermes y fríos para siempre. Nos aguarda la eternidad a cada
uno de nosotros y eso es muy duro de pensar para un ser humano que vive, para
el que todo es finito, para el que hay unos plazos que se cumplen: ya llega la
boda, ya llega el verano, etc, pero después de muertos ya no hay nada que
esperar: todo es infinito y eso da mucho miedo, más que cualquier monstruo que inventen
los directores de cine.
Cuando una persona se va a morir,
crea una angustia en todos aquellos que le conocieron, una angustia que luego
conduce a un duelo cuando esta persona muere y solo después de pasado el duelo,
la muerte de esta persona deja de doler y crear angustia. Lo que queda es un
recuerdo de esa persona, de todo lo bueno de esa persona. La muerte crea un
malestar, una honda depresión en quien tiene que sufrir su muerte y en los de
su alrededor. A no ser que la muerte de ese ser querido se desee en vez de
doler.
Al padre de mi novia le dieron dos
meses de vida por un cáncer de próstata. Ni mi novia ni su madre quisieron
llevarle ni al hospital ni a una residencia. Quisieron tenerle en casa. Mi
novia y yo decidimos no irnos de vacaciones. Yo iba todas las tardes a ver al
viejo, que ya tenía 84 años. Yo salía deprimido de estas visitas y de las
reflexiones tristes que hacía mi novia cada dos por tres. Mi novia quería mucho
a su padre y fue envolviendo toda su vida con recuerdos de su padre y alusiones
a su padre que moría. Todo este cansancio de recordar la bondad de su padre me
fue minando y yo acababa con depresión todas las tardes. Mi novia estaba en un
estado de confusión mental porque no aceptaba que su padre se moría y yo
acababa mal por aguantar la visión del padre deteriorado y la de mi novia
filosófica y triste.
Los cuidados que debían dar al padre
sentenciado a muerte serían cada vez más complejos pues el cáncer avanzaría.
Pelearían la madre y la hija por el cuidado del padre y yo estaría en medio
como un tonto, tragándome las disputas de una y de otra. La madre pensaría una
cosa, la hija otra y yo estaría de frontón de la hija que me contaría todas las
desavenencias con su madre por el cuidado del padre. O sea, que la muerte de
una persona, si no es repentina, si se debe a una larga enfermedad, no crea más
que problemas a los de su alrededor.
A veces morimos en vida. Se nos pega
al costado una serie de pensamientos tristes que quizás tengan que ver con la
muerte pues la muerte es la mayor tristeza que darse pueda. La soledad en que
vivimos nuestra vida es muy parecida a la muerte pues la muerte es la soledad
de las soledades, cuando estamos solos frente a la eternidad. La tristeza no es
más que un barrunto de la muerte, así como la alegría es la certificación de la
vida. Cuando se está triste no se desea nada, se está inapetente como los
mismos muertos. Si se está alegre, se disfruta de la vida con todos los
sentidos, todo lo de la vida nos parece bien, aunque sea poco lo que haya para
disfrutar. La tristeza es propio de la muerte, ya que los muertos expresan por
sí mismos una tristeza que nos comunican a los vivos.
Aunque si lo pensamos fríamente, como
si contempláramos un muerto ajeno a nosotros, ese muerto solo comunica quietud,
calma, no tristeza. La tristeza la causan los recuerdos de amor y ternura y las
anécdotas que vivimos con ese que ahora es un muerto conocido. Pero el muerto,
por sí mismo, no causa más que una idea de quietud y de frialdad y la sensación
de que no oye, no ve, etc. Así que, si la muerte física se pareciera a la
muerte del alma de la que las religiones han hablado durante siglos, estaríamos
en una calma total. Nuestra alma o aquello que nos perviviera tras nuestra vida
sería un estado de paz absoluto y deseable, por qué no decirlo, después de
vivir lo que nos ha tocado.
Los que juegan con su vida y con la
de los demás, no merecen nuestra compasión. No digo yo que merecieran la muerte
pues ya digo que soy contrario a quitar la vida a nadie pues nadie es dueño de
nadie ni de la vida de nadie, pero esas personas que son banales con la vida,
que no la aprecian para nada y que incluso la ponen en riesgo, ya que es el
mayor don que recibimos en este mundo, son los más despreciables de los
mortales.
Y, por el contrario, aquellos que
sufren los rigores de esta vida de modo más fuerte y no tienen a nadie en el
mundo y ellos solos han salido adelante y están en la calle pidiendo y aún así,
aprecian sus vidas y desean vivir la vida que llevan de rigor y de necesidad,
son en los que más debemos fijarnos pues nos están dando un ejemplo sublime de
saber vivir porque son capaces de mantener la dignidad de la vida que les dio
Dios en pie de modo valiente y sabio. Y no tienen nada.
No he hablado de la guerra. Se ha hablado mucho de ella. Ha habido dos guerras mundiales y el mundo siempre ha estado en guerra. Siempre. Al soldado que le toca la guerra, ve la muerte tan cerca que ya no se recupera o muere en ella. La guerra es el apocalipsis que crea el hombre antes de que lo prepare Dios. Mueren por millones. Hambre, torturas, violaciones, robos. Se le quita al hombre la dignidad antes de la vida por el hecho de la declaración de un guerra. La mentira prepara la guerra. Las ideologías fanáticas y los intereses económicos de poderes fuertes crean la guerra. Y el resultado son miles o millones de muertes. Esas muertes yacen, se recuerdan pero las traga el mar, una bomba. No quedan restos. Las dictaduras hacen desaparecer gente. El gulag. Las SS. Son muertes desconocidas, siniestras. Ojalá no haya más guerras. Amén.