sábado, 1 de marzo de 2025

 Mi casa ya estaba completamente sábado: un periódico del día reposando en el sillón. Los cubiertos preparados para darnos el festín de cada día. Los cielos nublados del invierno y las mantas atravesadas en la cama. La noche de ayer dijo que hoy sería sábado y yo sigo sintiendo el sábado en mi costado derecho, en mis piernas que pasean por el pasillo, que pasean pasadas las doce del reloj. Leo un poco y otro poco escribo, como hizo Quevedo toda su extraña vida. Ya llegando la noche no sé qué pasará. A la calle no salgo no sea que me detengan por ocioso y banal. El sábado se instala en los muebles y en un techo y en un sillón y en mi pena sin quitar. Sábado que triunfa en casa malo es de echar. Película, manta y café después de almorzar.

El sábado es ese día que impone

gastar el jornal.

Podemos tener miedo a quedarnos debajo del olivo, con una espada en alto contra nuestro destino. Podemos tener miedo a que se acabe la lucha con la perdición de la batalla. Somos una pequeña batallita en un mar de batallas poderosas. El mar está lleno de hombres y mujeres que dieron el sí a su destino negro. Mañana estás en casa y de repente, ya no estás en ningún sitio: a eso me refiero. Y da mucho miedo así que no pensemos más de la cuenta por si acaso. Pensemos en un hijo, en un nieto, en un sobrino y démosle al like de vivir la vida un poquito. Cuando todo llegue, llegará y zas, ya no somos nosotros y pasaremos a ser un número, un número tranquilo que se anotará en algunos corazones. Punto y aparte. Sobre todo, aparte.

Viene galopando un caballo sin jinete.

Tú, quizás, montes el caballo antes que nadie.

 Hoy ha venido la angustia preñada de esperanza. No la puedo echar de casa por lo tanto. Le doy de comer días que vendrán y espero que se sacie y me devuelva a cambio primavera. Es penoso ver cómo mi corazón se llena de un veneno contagioso y así veo también a mi vecino espantándose la pena. Salgo a la calle con precaución y un paraguas y me lleno de lluvia forastera. Las nubes, esta mañana gris y perezosa, han decidido juntarse y hacer aguas encima de nosotros, los mortales. Pero no me asusto de pasar la tarde en casa. Escribiré de algún asunto novelesco y derribaré la frontera del momento, para que mañana, haya otros momentos más brillantes.

El cielo, esos dos cielos que hay.

¿Qué cielo nos gusta más a los humanos?

 Que nos empape la lluvia de Dios, que nos empape. Para ser otros ya mojados hasta los huesos, mojados de paz y amor tranquilos. No busquemos ser más ricos que ayer, sino de emplear nuestro dinero para hoy, para dar todo el bienestar que podamos con lo que tenemos. No queramos ser otros. Queramos que la lluvia caiga para todos. Somos lo que somos gracias a nosotros mismos, de todos depende ser como somos. No busquemos una pata a nuestra personalidad con que nacimos. No seamos artificio ni fuego artificial que nos adule. Vayamos con los ojos cerrados a los nuestros y los nuestros son los ciudadanos que nos vemos por la calle. Oigamos las penas de los otros para que esos por fin se desahoguen. No es difícil escuchar el sonido de la lluvia contra el suelo. No es difícil escuchar al otro, por lo menos, escucharle.

La calle bulle de infelicidad.

Busquemos la manera de que la calle dibuje una sonrisa.

 Hoy llueve y moja los asientos públicos y así, no veo a mis amigos. Estaré aquí en casa escribiendo. Escribiendo que la mañana ha comenzado sin el hilo de esperanza mínimo para que este sábado sea un gran día. Pero, ¿cuándo será un gran día? Me conformo con que no haya un mal día caracterizado por la falta de salud. Me conformo con pasar un día tranquilo, lleno de la paz de Dios. El aburrimiento y la decadencia surgen hoy como armas decisivas del día. Horas y horas sin llenar de nada. El reloj avanzará indeciso y pobre en acontecimientos halagüeños. El día parece que transitará como un astro muy lejano que nadie conoce, como un ser olvidado desde que nace, como un peso a la espalda que nunca se ve.

El aburrimiento cala la moral.

Nada que dar, nada que recibir.

 Yo escribiré y escribiré porque la palabra siempre tendrá la razón. A veces el silencio es necesario, depende qué tipo de silencio. Un silencio acusador es malo, envenena el alma del que calla y del que no entiende ese silencio. Solo un silencio que deje pasar el tiempo sin discutir es bueno, para que, en ese silencio, se recompongan las actitudes de paz, de amistad, del humor bueno que había antes de ese silencio. Y uno diga: ¿por qué estamos discutiendo? Y el otro conteste por fin. No vale la pena discutir por esto. Y entonces, vendrá otra vez la palabra a cruzarse entre los dos y todo será más armónico y feliz. Hay que saber para qué sirve el silencio y la palabra. No gusta la palabra que insulta o acusa. No gusta el silencio enfadado. Es posible una palabra amiga que rompa el silencio ominoso.

La paz es buena entre la gente.

Amemos la paz eternamente.